Recibir la ofensa y callar. Guardar silencio para conservar la
entereza sin doblegar el carácter. Duele el escupitajo verbal que nos lanza ese
joven al que la sociedad ha convertido en víctima y en victimario. Duele porque
es la réplica a un reclamo necesario, obligado. No podemos los adultos y
quienes ejercemos algún tipo de autoridad permanecer indiferentes frente al
desmoronamiento institucional, el familiar y el escolar porque el juicio de la
historia y de los tiempos no nos lo perdonaría. ¿Cómo pasar de largo frente al chico que consume
sin invitarle a recomponer el rumbo? Ha de haber una invitación amorosa y
fraterna para convidarle a “mirar la vida con otros ojos”, a renunciar al
sometimiento que supone el uso cada vez más intenso de alucinógenos y fármacos,
con los que pretenden hacer frente a sus reveses y frustraciones, vencer los
obstáculos y apropiarse de las oportunidades.
¿Cómo soslayar al que expende, miserabiliza y destruye el proyecto
de vida de nuestros niños y jóvenes? Obliga hacerles un llamado a la sensatez
para que renuncien a las falsas comodidades que les brinda esa “riqueza
maldita” que amasan e incrementan sin escrúpulo alguno, mientras las familias
de sus víctimas diezman su recursos y se destruyen irremediablemente. El mundo
del que se droga no se parece al de quien la expende más que en la miseria
moral en la que ambos han convertido su mundo interior. Aunque siempre será más
infeliz y desdichado quien la ofrece y convierte en sucia mercancía.
Llover sobre mojado. No importa que poco o nada se consiga. Seguir
arando en el desierto con la fe anclada más en nuestras convicciones que en
nuestra firmeza. Pero insistir, a fuerza de provocar y de pronto ofender que es
lo que finalmente se consigue en aquellos que obcecadamente se siguen
doblegando a la voluntad soberana de sus “amos”. ¿O no son el dinero y quienes
nos proveen de la dosis reclamada dueños de nuestros sueños e iniciativas? Lo
son, lo serán en tanto vivamos y luchemos solo para ellos, para satisfacer su
enfermiza obsesión por destruir y aniquilarnos.
La gota que golpea la piedra termina por perforarla. Es una vieja
lección, aprendida en la escuela sin término de nuestras experiencias, recreada
por los aciertos y fortalecida por las satisfacciones. Las que se sienten cuando
somos afortunados testigos de la limitación que se supera, en los nuestros y en
los otros, del error que se enmienda y repara. ¿Qué puede hacernos más feliz
sino la plenitud que se percibe en el rostro de quien ha logrado superarse y
salir del pútrido cieno de una dependencia? De esas dichas conocemos y de ellas
queremos seguir sorbiendo sin claudicaciones, sin miedos y sobre todo sin
limitaciones. Porque no hay que seguir pensando que todo está perdido.
José Bernardo Vélez Villa
Rector