No tengo formación filosófica.
Pero ahora que nos hemos empeñado en apropiar el aprendizaje dialógico como
propuesta pedagógica institucional me he visto inducido y tentado a beber, con
fruición, de sus refrescantes aguas.
Acudo a Husser, filósofo alemán
y me detengo en uno de sus planteamientos. Pondero su esencialidad, acaso por
la sencillez con la que lo construye: “Nada se puede buscar ni ningún trabajo productivo
se puede comenzar sin poseer de antemano una idea directriz de aquello que hay
que buscar o de aquello que hay que producir”. Cuántos de
nosotros, sin saber para dónde vamos ni que es lo que realmente queremos,
enfilamos la proa, mar adentro, seguros de arribar. Nos distrae el aparatoso
mundo que habitamos, que no es precisamente la vida, ni se le parece. Que es su
remedo perfecto, hechura de lo convencional y armazón de lo inesencial. Que nos
precede y antecede gracias a que es una construcción colectiva, que además
tiene que ser preservada y reproducida para que no se altere ni se pierda. Y
que confía a la educación buena parte de esa responsabilidad.
Y se extiende en intensidad
cuando afirma: “entre el
hombre y el mundo existe una correlación, lo que implica que yo no puedo
comprender al hombre sin su relación con el mundo ni al mundo sin su relación
con el hombre”. Convendría reflexionar, así sea someramente qué tipo de
relación se da hoy entre ese ser que lo habita, lo usa y lo pervierte con sus
excesos y ese planeta, cada vez más reducido, en espacios y en calidad, que lo
padece inmisericordemente y le implora un mejor trato. Escudriñar en las
intimidades de ese cada quién que somos con ánimo misericordioso para también
con profunda exigencia para intentar comprender, que no justificar, porqué
buena parte de nuestros talentos personales termina en la bodega de nuestras
renuncias o en la caja de seguridad de las empresas o instituciones que nos
ocupan en lo que mejor sabemos hacer. Rendir la jornada de nuestras vidas sin
haber revisado a fondo el inventario de esas enormes capacidades supone haber
discurrido por la vida, sin fatigas mayores, sin derrotas, pero también sin
victorias. Haber pasado tan desapercibidos como la sombra de esos seres que
caminan la noche buscándose en el pasado de sus insatisfacciones para terminar arrastrando
el pesado fardo de sus frustraciones. Ellos en las calles, nosotros en la
cotidianidad de nuestros desempeños.
Al hablarnos de mundo de la vida
Husserl nos dice que este es “el mundo
de la experiencia sensible que viene dado siempre de antemano como evidencia
incuestionable, y toda la vida mental que se alimenta de ella. Tanto la
acientífica como, finalmente, también la científica. Para él la experiencia de
este mundo de la vida no se reduce a la sensible: toda experiencia está cargada
de otras significaciones, valorativas, afectivas, estéticas, volitivas, etc. El
mundo de la vida implica, por consiguiente, una infraestructura de sentido, la
cual conlleva que lo experimentado sea mucho más rico que el contenido
efectivamente presente.
Nuestra experiencia, nuestras actividades, deseos, valoraciones y
estimaciones, la elaboración de proyectos o la propuesta de tareas, todo ello
presupone el mundo de la vida. Y lo presupone como el medio en el que todo eso
es realizable, en el que ya poseía un sentido, del que teníamos una cierta
comprensión previa, pero en el que también ha llegado a adquirir el sentido que
poseen para nosotros una vez llevada a cabo la experiencia.
En él se apoya Habermas para hablarnos
del Diálogo Igualitario y postula que la prioridad ha de tenerla la
fuerza de los argumentos y no el argumento de la fuerza. Que es autoritarismo
desmedido y un cercenamiento de todos los derechos. Nos negaron tantos y nos
impusieron tantos deberes y obligaciones, a nombre del orden, la autoridad y la
disciplina que terminamos creyendo que la encarnamos por designio divino para
permitirnos el privilegio de perpetuarla.
Es necesario que entendamos que
la comunicación tiene que estar libre de coacciones, tanto internas como
externas. Las internas, que son predisposiciones, tienen mucho que ver con
nuestra inconveniente pretensión de mantener el statu quo, por debilidad o por
tradición. Somos exageradamente impositivos, casi todos porque nuestro
primigenio hábitat forjó esas expresiones autoritarias. El No rotundo siempre
eclipsó al Si confiado y confiable. Cargamos ese lastre y nos negamos a abandonarlo,
o a enfrentarlo. Nos pesa aceptar la igualdad ante las diferencias y
reconocer que son ellas la que nos hacen semejantes y nos conceden el derecho a
no ser categorizados y etiquetados, como habitualmente lo hacemos con quienes
no comparten nuestra posición de observadores. También nos etiquetan, para bien
o para mal, y aquellos que lo realizan no hacen nada distinto a reproducir esas
formas de relación con los otros. Cómo nos cuesta conversar con esos prójimos,
con esos pares que más allá de nuestra condición de académicos o intelectuales,
nos miran como sus referente, pero también, y con avidez, como sus confidentes.
Nuestra deuda mayor es mantener
conversaciones transformadoras con nuestros estudiantes, con nuestros colegas,
con nuestros directivos. El principio de la solidaridad tiene que
permitirnos comprender que el diálogo desprevenido es el umbral de la confianza,
la puerta de entrada a experiencias y aprendizajes más motivadores. Cargados de
mayor emotividad. Igualdad y diálogo tienen que coexistir y no es una
pretensión, es un imperativo racional, emocional, espiritual. Que nos hará
mucho bien a todos.
Theodorin Zeldin nos alerta que
en buena parte de nuestras conversaciones se centran en hablar de
nosotros mismos; nos interesa más demostrar que tenemos razón que vencer la
ignorancia, nos gusta escucharnos a nosotros mismos y ganar una discusión
se ha convertido en un sustituto de descubrir la verdad.
Conversar, insite, no va de un
mero intercambio de información, conversar va de descubrir que tiene la otra
persona en la cabeza. Cuando dos mentes se encuentran, se remodelan y
cambian. Es de la relación entre dos personas dónde surge la emoción y la
creatividad. Conversar es aportar valor mutuo, eliminar arrogancias, cuestionar
ideas, transformar pensamientos. Es en ese momento cuando aprendemos y nos
desarrollamos intelectual y emocionalmente.
En plena era de la autogestión
emocional y el autoconocimiento, Zeldin afirma que para crecer y evolucionar,
no es tan importante el conocerte a ti mismo como conocer que hay fuera de ti,
conocer cómo piensan los demás puede ser mucho más interesante. Pero ello es
difícil de conseguir si no centramos de forma generosa nuestro foco en el otro.
DIMENSIÓN INSTRUMENTAL
¿Qué tan contemporáneo o
futurista está siendo lo que enseñamos? ¿Qué utilidad práctica tiene para estas
generaciones, que en nada se asemejan ni a las que nos formaron ni a las
nuestras? La dimensión instrumental juega en el extenso campo de la
practicidad. Lo que se enseñe en la
escuela debe ser imprescindible especialmente para el acceso a la cultura, para
la propia autonomía y autoformación del alumnado, y sobre todo para permitirle su promoción académica y social. “El objetivo del aprendizaje dialógico es
incluir, en una misma dinámica, el desarrollo de competencias instrumentales necesarias
para subsistir en la sociedad informacional y los valores requeridos para
afrontar de manera solidaria la vida”.
Hay una pregunta sobre el cómo estamos
educando que reta nuestras individualidades y desafía ese ser colectivo que
somos como institución educativa. Inquiere y profundiza sobre las formas,
bueno, y sobre el fondo de lo que significa acometer el acto de enseñar, en
perspectiva de eficiencia. Una educación tradicional que rutiniza desde la
cúspide termina también haciéndolo desde los cimientos. Con devastadores
efectos para quienes nos perciben, padecen, extrañan, ajenan o disfrutan.
También para quienes dejamos ver el rostro amorfo del cansancio, de la falta de
creatividad, de la indiferencia, del individualismo en lo que hacemos y dejamos
de hacer. Algunos estamos padeciendo la tercera resignación: nos oponemos a
toda propuesta de cambio o la aceptamos a regañadientes. Y damos por sentado
que estar entre la masa es lo que mejor nos viene para pasar felizmente
desapercibidos. Nos cuesta convivir, incluir, fraternizar. Doloroso efecto del
aislacionismo al que nos están sometiendo los mass media, los artefactos y los
administradores del poder desde esa gran corporación que nos gobierna. Sin
ánimo ni expectativa de converger el desencuentro se vuelve inevitable.
CREACIÓN DE SENTIDO
¿Por qué la formación, la
educación y aún la información han dejado de tener sentido y significado para
nuestros niños y jóvenes y acaso también para muchos de nosotros? Si se pierden
las identidades individuales el resultado natural será la desmotivación. Sin ese
querer avanzado de la vida, que es el alma de nuestras aspiraciones, pretender
generar emoción en el otro, suscitar sus intereses, domeñar sus escepticismos
será tarea estéril y acaso vana.
La creación de sentido nos dice
que hay que potenciar un aprendizaje que posibilite transacciones entre las
personas y que dirigida por ellas mismas
genere espacios amplios de transformación. Pienso en una interacción que no
asuma la auto conciencia, que no refleje el producto de una sentida reflexión, que aborde y penetre nuestro ser interior y que supere ese miedo ancestral a
ser valorados y ponderados. Y siento que casi todo está perdido. Cómo nos
cuesta la crítica, cómo lacera nuestra autoestima. Pareciera que nacimos para
ser perfectos, infalibles, incuestionables. Pequeños dioses al acecho de
mejores oportunidades para inflar nuestro ego y elevar nuestras percepciones
personales más allá de estos mundos posibles en los que se mueven y perviven
nuestras tragedias y nuestras humanas circunstancias. Nos sentimos como en una
burbuja. Inasibles e inalcanzables.
Somos lo que hacemos, lo que
proyectamos. Ese sueño que perseguimos irrenunciablemente y que nos empeñamos
en mantener invisible a los ojos de quienes nos rodean. Que en veces
convertimos en pesadillas sin fin, azuzados por la desconfianza y la falta de fe,
por el hartazgo, la apatía y la negligencia. Lugar común: educamos con el
ejemplo, nos educaron con el testimonio. Las mejores lecciones las recibimos en
tiempos y espacios imprecisos e inesperados. En muchas ocasiones bastó el
silencio. En otras fue suficiente con mirar en las emociones del cuerpo para
leer, con fruición y deleite las más extraordinarias páginas, escritas muchas
de ellas desde la suprema felicidad; no pocas se plasmaron también desde la
tensión y el sufrimiento, propio o ajeno, buscado o provocado.
La posmodernidad, esta era de
agobios sin tregua, de incomunicación y ensimismamiento, nos enfrenta a la
soledad, casi demencial, de unos chicos huérfanos, que aquí y allá buscan los
afectos abortados y los abrazos perdidos. Deambulan como almas en pena buscando
su sombra y no hallan cobijo ni siquiera en nuestros frágiles brazos que
también se resisten a sostenerlos. Por ellos y por nosotros un réquiem. Crisis
de la familia, que es también de la sociedad y de la escuela, adentro y afuera.
Ella que fue el corazón de la educación, tendrá que recuperar su esencialidad y
su solidez y tornar a su oficio de primera formadora. Porque serán las
instituciones educativas y quienes las animamos, y no el Estado, las
“obligadas” a convocarlas desde sus hijos y acudidos. Bastará con mantener
enhiesta nuestra credibilidad para ganar su aceptación y acatamiento. Implicar a
la familia para que tenga una mayor participación y consenso en un proyecto
educativo global allanará los caminos que deberán conducirnos a su feliz
realización. Que será también la nuestra.
Freire insiste en que somos
seres de transformación y no de adaptación. Se reafirma en el poder
transformador de la educación y en la necesidad de romper con el discurso de la
modernidad tradicional fundamentado en que el cambio sí es posible en
escenarios menos rígidos, con actores más dinámicos, creativos e innovadores.
Que claman por el despliegue de una inteligencia cultural que nos habilite para
reconocer, leer y adaptarnos a sus expresiones notoriamente visibles o
imperceptibles.
¡Cuánto nos cuesta, desde
nuestro ser de adultos, comprender, entender y resolver un problema sin que sea
menester padecerlo y dejarle que nos empalague! Tomar decisiones. Asimilar y
aceptar las que otros tienen que tomar por nosotros hiere profundamente
nuestras susceptibilidades. La paradoja superior: Casi todos somos un conflicto
sin resolver y nos damos a la tarea de aleccionar, desde el discurso, para que
otros los encaren con objetividad y suficiencia. Paradoja nunca resuelta si
nuestra inteligencia cultural no nos permite adaptarnos a cualquier situación o confrontar nuestras
creencias más arraigadas. Los principios y valores que damos por fundados
porque los validamos desde la tradición y la reflexión sin permitirnos
sintonizarlos con los nuevos tiempos o con el observador que hay en cada yo, el
otro, los otros. Ese ser perfectible, nunca perfecto, al que cambiar de
posición para mirar a su alrededor le produce tanto miedo o le suscita tanta
indiferencia. Nos empeñamos con sobrada obstinación en pensar que los años, que
son experiencia, y nuestra formación académica e intelectual son suficientes
para legitimar juicios y actuaciones, en el aula y en la vida. Somos docentes y
de vez en cuando maestros, pero formadores siempre, con el reto fresco de ser
contemporáneos de todas las épocas y todas las generaciones. Qué gran misión y
qué extraordinario privilegio
Estos principios del aprendizaje
dialógico despiertan inquietud y motivan profundos cambios en nuestro
itinerario personal e institucional. Porque se han inspirado no solo en
elaboradas consideraciones filosóficas de todos los tiempos. También en la
práctica reflexiva y autocrítica de maestros y comunidades en contextos
similares a los nuestros. Se diría que lo que fue la aldea global es hoy un
reducido espacio en el que se replican modelos y conductas exactas y precisas,
que tienen de suyo el valor de ser intervenidas, con singular precisión y
efectividad. Nada nuevo bajo el sol. La novedad ha de tenerla nuestra capacidad
para unirnos a la orquesta y, sin desafinar, interpretar, con cada nuevo instrumento,
la misma melodía.
Muchas gracias.