Los hombres excelentes no requieren biografía. La escriben en su discurrir
por el mundo de la vida, de la mano de los irrenunciable valores que heredaron
de sus mayores. Detrás de un ser excepcional habrá siempre una conexión
especial con la progenie que orientó y dio forma a su proyecto de vida y usted,
don Federico, no es la excepción. Nos bastó con verle llegar a Jericó para
descubrir, al saludarle, que estábamos frente a un notable, a un hombre
extremadamente sencillo, a un ser humano sensible, honesto y exigente.
Poco más de 10 meses bastaron para convencernos a todos de que en este país
de lisos y aventureros todavía es posible encontrar profesionales sin tacha a
los que la decencia saluda con alborozo y regocijo cada día. ¡Cuánto significan
una ética y unos valores bien cimentados, sobre todo en el universo de lo
público, en quienes administran y ejecutan los recursos del Estado! Perdida
ella y negociados estos a uno se le hubiera ocurrido esperar todas las
debacles. Pero no todo está perdido. Esas permanentes lecciones que ustedes nos
dictaron mientras le daban forma a nuestros sueños nos han permitido recuperar
la esperanza y animar mejores expectativas. Es posible una patria sin
genuflexiones frente al poder avasallador de la corrupción y el despilfarro. Es
inminente, además.
La historia no se dicta. Se escribe para que las generaciones presentes y
futuras puedan leerla y recrearla. Y ustedes nos acompañaron en esta grata
tarea de perfilar tanto como una institución el testimonio de lo que aquí se hizo,
con sumo cuidado y decoro, con exquisitez, holgura y transparencia.
Cuesta entender, desde afuera, la compleja realidad de la contratación
estatal, de su inexcusable rigor e inflexibilidad. Desde afuera dicen que se
ve más claro. Aquí no aplica. Hay que
meterse en la entraña de los afanes humanos, en el alma de esos seres que
administran, allende nuestros contextos, para comprender porqué en un país como
el nuestro es tan fácil desordenar, complicar o comprometer al otro. Con todo,
hoy tenemos una Normal a la altura de las mejores del país. Locativamente es un
campus académico digno de nuestros chicos, de nuestras familias, de quienes
aquí encontramos sosiego en el servicio. Espiritualmente, un oasis en el que el
alma siente plenitud y regocijo.
Don Federico y su equipo de trabajo resistieron con valor estoico los
embates de un proceso digno de novelarse. Metidos entre la tormenta devastadora
de los intereses políticos y las vanidades burocráticas capearon el temporal y
condujeron a puerto seguro nuestra nave. Y hoy pueden sentir la inmensa
satisfacción del deber cumplido. Un deber superior, porque así lo asumieron. Se
movieron siempre en el terreno de la exigencia y la excelencia. Honraron la
calidad en todo cuanto se propusieron realizar. Fueron reiteradamente proactivos, familiares.
Decirles gracias solamente sería un gesto de austeridad imperdonable.
Sentarles a la mesa familiar el mejor reconocimiento que podemos tributarles.
También hacen parte de la familia Normalista. Lo harán a perpetuidad, porque
esta preciosa edificación que nos legaron tiene la impronta indeleble de sus
más caros anhelos.
Le decía ayer a la comunidad, a propósito de la recepción del edificio: Don
Federico convirtió la Normal en su casa
y acaso en una obsesión especial de su disciplinada profesión de ingeniero.
Pudo haber hecho menos para ganar más pero se empeñó en realizar más de lo
debido aunque reditara menos utilidades el proyecto. Asunto de grandeza, de
inmenso generosidad. Que eternamente ponderaremos.
Reciba nuestro fraterno y perenne reconocimiento.
Muchas gracias.
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